Mientras esposas e hijos de los marinos españoles secuestrados por los piratas somalíes le ruegan a Zapatero un intercambio humanitario de piratas por navegantes, en Londres las autoridades no saben qué hacer para rescatar a Paul y a Ratche Chandler, secuestrados por los somalíes en aguas internacionales a finales de octubre, cuando navegaban en su pequeño yate, entre Tanzania y las Islas Seychelles.
Dice la Agencia Marítima Internacional, con sede en Kula Lumpur, Malasia, que hasta septiembre de este año se han registrado 306 ataques, que han dejado 533 secuestrados, muchos de los cuales están en poder de los terroristas. La compleja situación no se limita al mar. La semana pasada un grupo de hombres armados irrumpieron en un vuelo comercial entre Somalia y Djibouti, con el objetivo de secuestrar a dos periodistas alemanes que iban abordo. Todo extranjero tiene un precio, no importa en dónde se encuentre.
Como si fuera poco, el Shabab, el grupo insurgente islamista más sanguinario de Somalia, va extendiéndose por todo el país, y amenaza con atacar las capitales de Uganda y Burundi en retaliación por una persecución de los protectores de la paz de la Unión Africana que respondían a un ataque con morteros que tenía como objetivo asesinar al presidente somalí Sharif Sheik Ahmed.
Es tierra de nadie. Lo ha sido desde el colapso del gobierno central liderado por Mohamed Siad Barre en 1991. Todos los clanes armados quieren el poder y no importa a qué costo. Todos necesitan dinero para mantener vehículos, armas sofisticadas y milicianos. Dinero que tiene que llegar de alguna parte, y no precisamente de la paupérrima economía somalí. Se cree que gran parte de los fondos, llega de las millonarias ganancias de la piratería, que aunque condenada por la legalidad, es justificada por muchos incluyendo las débiles autoridades de Mogadishu, la capital de Somalia.
El Primer Ministro de Somalia, decía esta semana durante una conferencia en Londres, que “la piratería en Somalia, que era percibida como una actividad criminal, raramente se veía como una medida extrema de supervivencia de muchas comunidades costeras que no tienen otra forma de ganarse la vida”. Razón no le falta si se tiene en cuenta que la incapacidad para ejecutar las leyes más simples ha deteriorado totalmente la economía y la capacidad del estado para vigilar no solo sus propias costas, sino para ejercer autoridad efectiva en todo el territorio.
Pero si los somalíes son los piratas, los europeos son los corsarios. Aunque, la piratería somalí se origina y se agudiza en la tragedia de la misma historia de Somalia y sus sangrientas luchas intestinas, llaman mucho la atención los informes que buscan responsabilizar del problema a la Europa moderna. Argumentan que en un país donde no hay una sola fragata guardacostas, los barcos extranjeros, principalmente de bandera europea han hecho lo que les ha venido en gana. No son pocos los informes internacionales que hablan de toneladas de desechos tóxicos tirados a lo largo de la costa no solo de Somalia sino de toda la región, y de barcos que llegan cargados de ellos para enterrarlos en los inhabitados cientos de kilómetros de la inhóspita región, por supuesto, con la complicidad de autoridades y paramilitares. Cada compañía europea paga US$2.50 dólares por tonelada de desecho, una miseria para los US$ 1000 dólares por tonelada que costaría enterrarlo en la misma Europa. Nada para los europeos, una fortuna para los somalíes.
No existen las autoridades ambientales, así que entre los pescadores europeos, y los métodos y la pesca sin control de los pescadores artesanales, han dejado a Somalia – que en 1987 poseía una riqueza pesquera calculada en 500 mil toneladas anuales – con una proyección de pesca que no llega a las 100 mil toneladas anuales, de acuerdo a un informe del Programa Ambiental de Naciones Unidas. El tiburón, que representaba una buena fuente de ingreso para las comunidades pesqueras, ya no existe. Las comunidades de pesca artesanal no fueron concientes del proceso reproducción y crecimiento del animal y vendieron, casi todo el producto de la pesca, a comerciantes chinos especialistas en la aleta del tiburón. Los piratas argumentan que los US$100 millones que ganan con los secuestros es apenas justo contra los US$300 millones que se llevan los pescadores extranjeros de sus aguas. Sin embargo, la excusa se cae en la medida en que para los piratas somalíes el secuestrado puede ser cualquiera, sea o no pescador, esté o no en aguas territoriales.
Así que aunque para muchos dentro y fuera de Somalia, hace carrera la tesis de que la piratería es simplemente un acto de defensa ante buques que violan aguas somalíes, no hay que olvidar que la historia tiene dos caras y que es simplista convertir a los piratas en redentores de los hambrientos somalíes. Y es que si lo que deja la piratería realmente se distribuyera entre las empobrecidas comunidades, como lo afirma Omar Sharmarke, Primer Ministro de Somalia, el país entero no estaría convulsionándose en medio de la hambruna. Un informe de BBC que a su vez se refería a un informe de Naciones Unidas establecía que un 30% de los rescates era para los piratas, un 10% para los paramilitares, un 10% para funcionarios locales y familias, y un 50% para quienes los patrocinaban y proporcionaban los medios económicos para realizar el asalto.
Paralelamente, ayer, Naciones Unidas ha dicho que ha dejado de despachar ayuda alimentaria a Somalia y que pronto se suspenderá la asistencia. Todo parece indicar que Estados Unidos se ha cansado de los US$850 millones que destina al año en ayuda para Somalia se evaporen por falta de control en el anárquico territorio somalí, y exige que la ayuda vaya a la gente no al Shabab, que tiene cada vez más relación con al-Qaeda. Los encargados del Programa de Alimentos están desesperados. El tiempo se agota. Los cereales donados por Estados Unidos y que permanecen en Kenia no pueden ser repartidos precisamente por falta de garantías en su distribución.
La situación de Somalia es trágicamente viciosa. No hay señales de que la anarquía ceda. Los piratas seguirán atacando los barcos para obtener millones de dólares que nunca llegarán a los hambrientos de su propio país sino a las bandas paramilitares que cada vez atacan dentro y fuera de Somalia con mejores armas. Las organizaciones humanitarias piden un dinero cada vez más escaso. Los países donantes de ayuda humanitaria que sufren en su propio país los embates de la recesión económica exigen un control, imposible de efectuar, sobre los millonarios envíos de alimento. Los somalíes mueren, a menos que ingresen, para cerrar el círculo, a los grupos paramilitares o de piratas que continuarán ejerciendo el poder de facto en el infierno somalí. Irónicamente a no muchos kilómetros de la riqueza sin límites de los dueños del petróleo.