Lo cierto es que el informe del New York Times, que a su vez reproduce un informe de un colega australiano y otro canadiense, dice lo que en las calles de Kabul ya se sabía: Que Ahmed Wali Karzai, hermano del presidente afgano Hamid Karzai, ha sido un colaborador cercano de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), y que para vergüenza de la Organización Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y de los ejércitos que participan, se descubre que la seguridad de las fuerzas contra insurgentes depende del jugoso pago que reciben las numerosísimas milicias tribales afganas.
Una investigación publicada en septiembre por el Centro de Cooperación Internacional en Nueva York asegura que los contingentes estadounidenses y los de la OTAN han contratado proveedores de seguridad que a su vez son empresas fachadas de paramilitares tribales, que tienen listas sus milicias para desestabilizar sin problema las instituciones afganas. El informe cita por lo menos cuatro casos en los que se ven salpicados ejércitos de varios países.
En la Provincia de Uruzgan, las fuerzas especiales australianas y estadounidenses contrataron un ejército privado, compuesto de 2000 hombres armados para proveer seguridad en sus bases.
Estas mismas milicias protegen a los convoyes de las Fuerzas Internacionales para la Asistencia en Seguridad (ISAF), al circular por la ruta principal de Khandahar a Tarin Kowt, donde más de 1000 tropas australianas están apostadas.
El pago no es despreciable. El comandante de este ejército privado recibe US$340 000 dólares al mes, como quien dice, cerca de US$4.1 millones de dólares al año, por pasar al mes dos convoyes seguros entre las dos ciudades mencionadas anteriormente. Lo que más sorprende, es que el jefe de estas milicias, ahora jefe de policía en Uruzgan, recibió su propio ejército de su tío, un respetado jefe tribal que ayudó a combatir a los talibanes en 2001 y luego fue premiado por el actual presidente afgano, Hamid Karzai, con el puesto de gobernador de la provincia en 2002.
Los australianos se defienden de las acusaciones y aseguran que el dinero fue pagado directamente por el Ministerio del Interior de Afganistán para asegurar el paso de los convoyes por la autopista de una de las más conflictivas provincias afganas.
Los canadienses tampoco se salvan. En noviembre de 2007, Mike Blanchfield y Andrew Mayeda, del Servicio de Noticias CanWest de Canada, aseguraron en un poco comentado reportaje, que el ejército había contratado los servicios de un “general” miliciano para brindar seguridad en algunas de sus bases. El ejército canadiense también habría asignado un total de 29 contratos equivalentes a US$1.14 millones de dólares a otro “general” que posteriormente fue nombrado gobernador de la Provincia de Nangarhar.
Los alemanes también entran en el negocio. En la provincia de Badakhshan, el General Nazri Mahmed, un paramilitar que se supone controla “una significativa porción de la industria del opio de su provincia”, tiene el contrato de seguridad del Equipo de Reconstrucción Provincial Alemán, de acuerdo al mismo informe del Centro de Cooperación Internacional.
El documento no solo incluye al hermano mayor del presidente afgano, nombra también a su otro hermano y al hijo del Ministro de Defensa Rahim Wardak, como figuras muy poderosas en el manejo de compañías de seguridad privada de las cuales no hay control alguno. La tajada no es poca. Algunos informes de prensa sugieren que existen por lo menos de 1000 a 1500 compañías de seguridad fantasma que han sido entrenadas por las fuerzas de coalición con el fin específico de brindar seguridad.
Con semejante panorama, es fácil llegar a la conclusión de que en un país donde hay por lo menos 120 mil personas armadas, 5000 de las cuales pertenecen a milicias privadas es inviable por lo menos democráticamente. Es la tierra de nadie, y al no haber registro confiable de ese ejército de milicias privadas, los abusos de los derechos humanos son sistemáticos. Sencillamente, no hay quien les cobre los crímenes, porque legalmente no existen.
El informe de Jake Sherman y Victoria Di Domenico sugiere que la relación entre milicias y ejércitos continuará por un buen tiempo, porque cualquier acción militar o humanitaria en Afganistán es imposible sin pagar a las milicias. La ecuación es muy sencilla. En el momento en que las fuerzas de la OTAN dejen de pagar, esas mismas compañías privadas de seguridad que ellos ayudaron a entrenar, se convertirán en un monstruo de mil cabezas.
Lo irónico del asunto es que Sherman, el coautor del informe que nos muestra la cara oculta de la guerra en Afganistán, sabe que lo que se desea no es equivalente a la realidad. El investigador, que ya había trabajado para Naciones Unidas en el norte de Afganistán, recuerda que en aquella época una bodega del Programa Mundial de Alimentos en Badakhshan fue atacada con un rocket. La investigación posterior sobre el atentado reveló lo que muchos se temían, que la misma policía contratada para cuidar el lugar había perpetrado el ataque con el fin de presionar a Naciones Unidas para contratar más guardias.
Para Gareth Porter, historiador y periodista especializado en seguridad estadounidense, la culpa de todo este caos la tiene la pasada administración Bush. Argumenta que fue en 2001, luego de la expulsión del régimen talibán, que todos aquellos jefes tribales militares que combatieron contra el talibán ingresaron en la chequera de los gastos de las fuerzas extranjeras. Fueron entrenados y se les suministró equipos para ayudar a localizar a los remanentes de al-Qaeda en Afganistán.Ese apoyo vital afgano a los extranjeros pronto pasó la factura en la medida en que las milicias aprovecharon su cercanía a los contingentes de la OTAN, para hacerse al poder en diferentes provincias afganas, y cobró con creces en la cuenta de la confianza de los civiles afganos hacia las fuerzas de la coalición que ante sus ojos negocian con la milicias.
Así pues que se prevé un panorama desalentador para Afganistán y para el mismo Presidente Obama, que literalmente se encuentra atrapado en su propia guerra. No será posible recuperar Afganistán sin que Estados Unidos y otros ejércitos de la OTAN incrementen en miles su presencia de tropas, con el consecuente gasto económico que representa. Estados Unidos no podrá darse el lujo, con semejantes números en rojo, de continuar por mucho tiempo más enfrascado en una guerra que se ha convertido en la forma de vida de las milicias. Incierto predecir cuándo terminará, pero si se puede advertir desde ya, que no será de la manera más honrosa.