No soy de amiguismos religiosos. Siempre he sido neutral. Me siento igual de bien en una iglesia, como en una mezquita, como en una sinagoga, en un monasterio budista, o en el templo inesperado que se plante delante de mi en cualquiera de mis periplos por cualquier parte del mundo.
Elena Matsuki, una niña de 7 años, de padre italiano y madre japonesa, vive en Chiba a tan solo 60 kilómetros de mi casa.
Elena le preguntaba al Papa- que intentaba ponerse a tono con la modernidad y responder a preguntas de los televidentes- lo siguiente: ¿Por qué mi casa, que se suponía que era segura, fue sacudida fuertemente, y por qué Dios permitió que muchos niños de mi edad murieran? No puedo ir a jugar a los parques. ¿Por qué Dios permite que yo tenga que sentir tanto miedo?"
Respondiendo el Papa: "Me pregunto lo mismo. Un dia encontraremos la razón y sabremos que Dios te ama y está contigo. Estoy con todos los niños del Japón y rezo por ellos".
Elena hizo la misma pregunta que me hago yo, y que se hacen muchos japoneses hoy 23 de abril, un mes y doce días después del terremoto. Un mes y doce días después de seguir sufriendo los sismos, de aguantar el temor de la planta nuclear que emana vapores a la atmósfera y de estar enfrentando la sensación de esperar otro evento sísmico de iguales o peores dimensiones.
Con el debido respeto, lamento decirle al Pontìfice que los niños de hoy no tragan entero. Que Elena no quedó satisfecha con su respuesta y que millones más tampoco. Que vemos su respuesta ingenua y vacía. Que su vida rodeada de sotanas y aureolas es diferente a la de todos los mortales. Que lo vemos ajeno, y distante.
Elena, infantilemente más sabia, no se equivoca en su pregunta pero el Papa se equivoca de plano en su respuesta. Las religiones prentenden curar con agua tibia y como si fueran yerbateros emocionales las angustias del día a día.
Mis conocidos sacerdotes, rabinos o monjes, y amigos no son ajenos a mis pensamientos. Les agradezco su aprecio, cariño y la disponibilidad para un diálogo franco a pesar de nuestras distancias.
Dios no tiene que ver con los terremotos. Dios no tiene que ver con las plantas nucleares, Dios no tiene que ver con el sufrimiento. Ponerle a Dios semejante carga es injusto. Los terremotos corresponden a la tierra, las plantas nucleares a los hombres, y el sufrimiento a nuestra mente y al cerebro que recogen las sensaciones del cuerpo físico.
Así pues que dejemos las cosas en su nivel. Dios existe sí, en la medida en que cada cual lo reconozca en su propia naturaleza. Pero de ahí a dejarle la responsabilidad sobre todas las cosas...
Si las religiones se pudieran medir por la honestidad y el sentimiento profundo de las personas creyentes y no creyentes tendrían que entender de una vez por todas que nadie tiene la verdad completa, que todas las creencias y las no creencias son tan válidas como cualquier otra, y que la grandeza del alma no la miden los versículos ni las oraciones.
(Mis agradecimientos al Pontífice por el material para este blog)