No es fácil subirse a un avión cuando se deja la ciudad en la que uno creció, llena de recuerdos, alegrías y angustias que parecen anudarse completicas a medida que se carretea por la pista. Hoy, ni el ruido de las turbinas ni la emoción de las luces de decolaje han logrado arrancarme del aturdimiento que cargo desde hace algunos días, cuando por cosas del destino, descubrí que el alma seguía siendo igual de ingenua y que el cerebro seguía peleando por lo suyo: esa dañina frialdad que paraliza los corazones, la misma que se encarga de nublar la felicidad cuando por fin se adueña de la poca esperanza que se tiene.
Hoy las nubes parecían vacías, y el eco de las otras voces, distantes. Hoy, no importaban la posición del VOR más cercano y sí que menos la carta de navegación que como en muchas ocasiones me hubiera preocupado por conocer antes de iniciar el vuelo. Pero allí estaba aquella masa de roca y nieve del Tolima, aislada de otras del Parque de los Nevados para recordarme que todos cargamos, para bien o para mal, huellas intensas que a manera de surcos de rastrillo van acumulándose a través del tiempo. Y es que a más de 5000 metros de altura, todo es más intenso: el verde, la nieve, las formas irregulares y bellas pero también el inmisericorde deshielo que va dejando al descubierto las vulnerabilidades de la montaña, que no son otra cosa que una foto orográfica de las alegrías y tristezas del viajero.
Una vez saqué la cámara para comenzar mi maratón de fotos de descargas emocionales, no pude evitar la interrupción de los pasajeros cercanos, que preguntaban sin descanso sobre el espectáculo que ofrecían las montañas. Ese que conozco desde los 7 años y que a veces me ha acompañado con unas nubes de más, que hoy correspondían perfectamente a la conciencia del abandono. Hoy, el respiradero de la montaña era evidente. Machín, como se llama la temeraria boca que pretende destrozar una buena parte del Eje Cafetero se mostraba imperturbable. Más abajo el colchón de nubes ocultaba Cajamarca y seguramente el Río Combeima que se desliza tranquilo, falda abajo, hacia Ibagué.
El cerebro, que ya venía ocupado haciéndose cargo del raudal de emociones contenidas, no tuvo más remedio que ceder ante el giro del Fokker 50 que dejó mi ventanilla de cara al resto de los nevados, que aunque hermosos, dejaron en mí la sensación de una catástrofe inevitable al ver la precaria condición de los glaciares, que amenazan con desaparecer ante la desidia y la falta de compromiso de unos y otros.
En esta ocasión, la entrada al Eje fue sobre Salento y el Valle del Cocora, un lugar que me resisto abandonar aún en sueños lejanos en otras latitudes. El descenso pareció más lento de lo normal, menos verde seguramente por el tenaz invierno. Al llegar el aire no tenía el mismo olor. Poco después, en cualquier calle, me redescubrí ante el aroma del café que despertó el recuerdo de sabores lejanos y presentes aún mucho más exquisitos que los que me brinda un modesto Coffee Delight en Tokio. Quise entrar en cualquier parte a tomarme un tinto, pero pudo más el miedo irracional de quedarse atado a los recuerdos y a la dieta forzosa y absurdamente estricta que imponen la lejanía, la impotencia, y la tardanza.
Hoy pienso aceptar la propuesta de mi sobrino y lanzarme desde un parapente desde uno de los filos de la cordillera. Quizá así logre dejarme y abandonarme a plenitud en el aire, para luego tomar las riendas de un aterrizaje forzoso que espero me deje un poco más allá del punto de partida y con la sensación de que en algún lugar alguien nunca lo intentó pero sin embargo nunca lo olvidó.